domingo, 2 de diciembre de 2007

II

Mi calle es apenas un callejón estrecho y triste, olvidado del sol. En perpetua penumbra, sombría, es una calle de invierno, de lluvia, de sombras y ecos de pasos cargados de prisa, ajenos, de gente que la transita como huyendo. Nadie pasea por esta calle. Las casas son antiguas, pequeñas, de otra época. Es como si la ciudad hubiera crecido dándole la espalda. Porque mi calle de nada puede sentirse orgullosa. Y, sin embargo, tiene su vida propia. El dueño del bar, siempre en la puerta, conocedor de todo cuanto pasa y espía inocente de cuanto pudiera pasar, anfitrión de los habituales clientes, cada uno apegado a su hora, a su vino y a su discurso. ¡Y que nada cambie!, pues los cambios vienen siempre de la mano de enfermedades y lutos.

Al lado de casa hay una tienda de animales. Es lo más vivo de este rincón casi privado. Desde el salón escucho, a menudo, los gritos desacompasados de un enorme loro colorido y extrañamente fuera de lugar. Cualquier cosa menos ese pobre loro de aspecto cansado. Todos los loros me parecen viejos. También hay dos cachorros negros, diminutos y juguetones. Pasan los días, pequeños ovillos de azabache, entre el sueño y el juego. Como los niños. Cualquiera puede ganarse su cariño, cualquiera les vale para ofrecerle sus caricias. Así es la infancia, cualquier infancia: tierna, generosa e inocente.

Rara es la vez que paso y no encuentro algún chiquillo pegado a los cristales. Los niños disfrutan con algo tan vivo, tan gracioso y tan frágil como ellos mismos. Están frente a un igual. Los padres, con prisas, han de luchar invariablemente para arrancar a los pequeños de esa ensoñación.

Yo, algo avergonzado, no sé bien porqué, sigo de largo hasta el portal. Giro la llave y lanzo una última mirada al niño que fascinado contempla un tesoro. No puedo evitar subir en el ascensor con la sensación de la mano de la muerte sobre mi alma.

sábado, 27 de octubre de 2007

I

El sol se ha marchado, hace una hora tal vez, hace una eternidad. El sol es tan solo un recuerdo. El otoño nace de nuevo con esta llovizna triste. La gente se refugia tras las luces recortadas contra la noche. Camino sin sentido entrando y saliendo de islas de luz silenciosas y vacías, nacidas de pesadillas, bajo esta lluvia invisible que, de pronto, se convierte en cuchillos y se pierde al instante en un chasquido inquieto y minúsculo, como el aleteo de mil mariposas negras. Enfilo la calle diminuta. Quisiera detenerme y no lo consigo. Me siento como un soldado lanzado en paracaídas en medio de la noche. Ya es tarde para retroceder. Me detengo en la esquina. Me fallan las fuerzas y la pared sostiene lo que queda de mí. Arriba, recortándose contra un cielo blanquecino, de algodones azules hinchados de agua, se alinean cinco ventanas, como cinco camarotes de un barco navegando en la noche. Cuatro oscuras, como ojos asombrados. La otra despide una luz blanquecina, como un faro. De repente la casa parece desvanecerse, como si la brisa nocturna la hinchara y la arrastrara lejos, lejos. Quizá es que llueve de pronto con más saña. No lo sé. Yo ya no estoy apoyado en la calle. Camino por un pasillo que huele a café y a canciones. Siento como la vida entera duerme en casa.

Desde mi ventana

Desde mi ventana nace como un cuadro o como la instantánea que se vislumbra fuera y dentro. Un album, un collage, una ventana.

Originariamente, Desde mi ventana nacía a modo de un diario. Sin embargo, el concepto no me resultaba agradable, por las connotaciones adolescentes o frívolas que me traía esta palabra. Pero él mismo ha ido tomando su propio camino y me ha guiado más hacia pasajes interiores que al relato de hechos cronológicos.

Así es Desde mi ventana y así impone su ritmo y sus pautas.

Espero que les guste. O no. Depende de lo que quieran encontrar.