domingo, 18 de septiembre de 2016

XXXV

Habían pasado los años sin ni siquiera contarlos. Iguales a sí mismos, rápidos y silenciosos. Casi hasta había llegado a olvidarme del camino, los árboles altos y tristes, las rocas gigantescas... y el gato.

Pero no, nunca los he olvidado. Y a aquel precioso gato, libre y curioso, menos que a nada. Su aire noble, su pelo hermoso y suave, su mirada medio perdida, como si estuviera soñando. Permanecí a su lado un breve instante, un minúsculo trozo de mi vida... y, sin embargo, la melancolía que me embargaba entonces, como un abrigo pesado que no puedes quitar, lo convirtió en alguien entrañable, querido y en parte mío, casi. Me apenó tener que despedirme de él. Hubiera deseado llevarlo conmigo, si él así lo hubiera querido. Pero no me pertenecía. Ni a mí ni quizá a nadie. Era solo de esa tarde, un viajero fugaz, sin destino, sin una segunda vez. De pertenecer a algo, lo sería a mis recuerdos. Me llevé, eso sí, una foto suya que aún conservo y que miro con pena y una punzada de dolor profundo y seco. Ya no existe salvo ahí, en una foto fría que me recuerda terca que lo he perdido para siempre.

Habían pasado los años... hasta ayer. Su recuerdo, el haberla perdido de nuevo, la soledad recuperada con espantosa claridad, el vacío, las noches tenebrosas, el silencio infinito... todo se conjuró y brotó de pronto un grito familiar de entre las sombras. Un grito que me recordaba un tiempo y un lugar que había abandonado, ingrato y torpe, a un sombrío rincón de telas de araña y polvo. Desván de mi memoria. Silencio y oscuridad.

Y he regresado. Como un ladrón. Con miedo a ser descubierto, con miedo a aparecer de pronto como un intruso. Deseando recorrer el camino en silencio, sin ser visto, sin llamar la atención. Como quién entra en un templo vacío, en medio de la penumbra que huye de unas cuantas velas, amontonadas en un rincón, como un racimo de luz fría. He vuelto reconociendo el polvo del camino, el canto de los pájaros en las zarzas, el rumor del viento contra la tarde. Y las rocas, magníficas, mudas y enormes. Ellas sí que son constantes, tercas. No estaba el gato, naturalmente. Pero yo lo vi, en su roca, al sol, en una tarde que no ha muerto, que jamás morirá. Debería haberlo saludado de nuevo, pero seguí la ladera que baja al riachuelo, y de ahí al molino, nervioso, inquieto, con una sombra detrás, empujándome, como si ese pequeño universo callado y olvidado del mundo no me quisiera ya allí. Una prisa extraña empujaba mis pasos de vuelta al pueblo, a una rutina estúpida que me mantiene, como con hilos invisibles, y me crea la ilusión de utilidad, deber y necesidad. Era un extraño, de pronto, en aquel espacio que fuera mi refugio y el calor de mis huesos.

Pasó una pastora con sus animales y un perro, camino arriba. Parecían huir de todo, en silencio, de vuelta a su hogar. Los seguí, casi corriendo, para no perderlos, hasta que su camino giró a la derecha y el mío... se perdió en miles de recuerdos que ya casi ni me pertenecen.