miércoles, 8 de junio de 2016

XXXIII

Aunque este sea el ultimo dolor que ella me causa, 
y estos sean los últimos versos que yo le escribo”

Fue todo tan repentino, tan sin querer y sin pensar, que este pobre poema mío que cierra este texto se me quedó como huérfano. No hubo ocasión de ofrecérselo, como hacía con todos los demás, uno por uno, ¡como hacía con mi vida entera! 

Es el último, por ahora. No sé que me deparará el futuro. Quisiera poder seguir cantándole mis canciones, pero sé que ya no le llegan. ¿Debería entonces obstinarme y seguir corriendo tras sus pasos con versos y sollozos? No sé porque me lo pregunto, ya conozco la respuesta. En realidad, nada depende de mí ahora. Ni mi corazón me pertenece. No tengo más que obedecer en silencio y permanecer de pie, como buenamente pueda, o estaré muerto. Y tampoco mi muerte me pertenece ya. Otros han escrito mi destino. Tan solo he de esperar y puede que todo se repita y poco a poco me vayan abandonando los versos, el deseo de revivir un recuerdo, el aroma en su ropa, su sonrisa y su mirada de deseo. Entonces, me volveré de mármol y la lluvia resbalará en mi espalda sin dejar huella apenas. La noches se extenderán perpetuas y el cielo será frío y seco, desaparecerán las estrellas. Volverán los días iguales, sin sombra, sin tiempo y sin esperas. Acompasaré mis pasos a mi monotonía y pensaré que soy alguien. Pero nada será cierto.

En cierta ocasión me escribiste: "Pero todo en ti es pura poesía, puro sufrimiento, pureza ésta que deviene de los sentimientos que en ti fluyen como una cascada y que cuando los reprimes anulan todo tu ser, convirtiéndote, como bien dijiste en una ocasión, en un autómata sin alma". Me temo que hacia esa meta me llevan ahora mis pasos. Tarde o temprano acabaré en ese desierto. ¿Cómo alimentarme sin ti?, ¿cómo saciarme sin agua?

Hasta para el dolor hay un límite. El cuerpo, cuando no puede más, se rebela. Solamente entonces hay dos salidas: dejarse vencer por el sopor, adormecer los sentidos y convertir tu vida en una sombra de vida, a tu alma en un reflejo de alma y a tus deseos en suspiros huecos. La otra alternativa, a veces tan atractiva como tu mirada en un día de verano, aplaca de golpe cualquier lamento. Y te vas. Ambas, por supuesto, terminan contigo.

Pero acabemos ya con todo esto. Dejemos aquí y ahora estos versos huérfanos. Que vivan. Confío en que algún día lleguen a su destino y se reúnan con sus hermanos. Solo entonces tendrán sentido, serán al fin lo que debían ser.


Pase lo que pase, quiero recordarlo todo.
Cada día, cada encuentro,
cada minuto de risas,
cada abrazo y cada beso.
Los silencios, incontables,
mientras mi mirada se perdía en tu mirada,
buscando no sé bien qué,
disfrutando de una luz que me hechizaba.
Y tu voz, alegre, cantarina,
vibrando sobre todo, saltando en cada nota,
haciéndose más mía cada día,
hasta convertirse en parte ya de mi mundo;
como tus canciones, como tus sueños,
que desearía hacerlos míos para siempre.
Y a ti también, mía otra vez, como antes,
cuando soñábamos despiertos
y la vida era un regalo
que compartir alegres.
Y uno a uno, los días se construían
mano con mano, juntos,
porque no sabíamos otra manera
de vivir ni de amarnos.



martes, 7 de junio de 2016

XXXII

Miro por mi ventana y me encuentro de nuevo con la montaña. Ahí sigue, observándome, inmóvil. Y ahí continuará cuando ya no esté para mirarla. Cuando la muerte me lleve al olvido absoluto, a la nada infinita. La montaña existirá sin mí. Al igual que tú.

Quisiera parecerme a ella, en su indiferente contacto con las nubes, las lluvias y el tiempo. ¿Quién se apiadará de mí?

Siento que todos los vientos del invierno han anidado en mis entrañas y tengo frío. Me han abierto de par en par y estoy desnudo. Las ráfagas de aire me atraviesan y arrastran con furia cuanto quiero. Y me dejan sin entrañas. Desnudo y muerto. Solo la pena me queda, como un cuervo hambriento picoteándolo todo: recuerdos, ilusiones y todo el porvenir.  

Me quedan también algunas fechas del calendario, marcadas en rojo, que ya nunca llegarán. Y un viaje que repetir, mil años después del primero.

¡Qué breve felicidad!, ¡qué efímeros han sido mis sueños!

Solamente escribir parece que me aporta un pequeño consuelo. ¡Pobre de mí! ¡Qué poco espero!

Y todo me llega en golpes repentinos, inesperados. Me golpean puñaladas que me alcanzan sin avisar. Nada te puede preparar para una desolación así. Nada. Al igual que las olas en las playas, el dolor me invade en oleadas constantes, carnales; precisas como la mano del cirujano. 

¡Y pensar que hace tan solo unos días era todo tan distinto! Me han lanzado al vacío y el vértigo me devora como un dragón sanguinario.

Me queda el consuelo de que en algún lugar, lejos ya de esta casa vacía y triste, una hermosa mariposa de colores (lo sé, la he visto y conservo aún toda su belleza) ha encontrado la paz. ¡Ojalá sea feliz! Por los dos, por siempre, aunque con ello se cave mi tumba.

No debería extrañarme nada. Era una muerte anunciada. Solamente mi alma se sintió engañada y peleó por una vida que no nos pertenecía. Solo ella albergó la esperanza. Y una vez más tendré que recoger sus pedazos y recomponerla, como buenamente se pueda. Y no puedo culparla, pobrecita, ¿quién puede decir que está preparado?, ¿quién no teme a la muerte?

lunes, 6 de junio de 2016

XXXI

Es la hora negra. Ha llegado de imprevisto, es así. De repente, toda la felicidad acumulada se ha evaporado, como agua caliente, dejando tras de sí solamente un aroma cálido, familiar y efímero.

Miro a mi alrededor y veo caras conocidas que casi había logrado olvidar. Pero no, han vuelto. Y temo que definitivamente. Cuando tienes una pesadilla especialmente aterradora, siempre sabes que se repetirá. No puedes hacer nada para evitarlo. No hay conjuro posible. Nada.

Sin embargo, el verdadero dolor está más lejos esta vez. Sin quererlo, quien se acerca a mí termina pagando un precio que parece marcado por el destino. No es justo. Pero también, como la pesadilla, parece inevitable y se repite con cierta terquedad. 

Creía haber encontrado mi hogar, tras miles de años de búsqueda. Estaba ahí, al alcance de mis dedos. Lo sé porque lo toqué; me acogió entre sus paredes blancas y pude oír la música y sentí una paz desconocida corriendo por mis brazos como pequeñas lagartijas huidizas y húmedas. Todo estaba ahí, contigo. Mi casa, mi reposo y mi destino.

Sin embargo… esta vida no es sencilla. Todo viene a mí enredado y confuso y no logro nunca dar con la clave. Puedo elegir y siempre me equivoco. Será que soy así, de esa clase de personas que, por alguna razón, terminan siempre perdidas en cualquier bosque, mirando hacia arriba en busca del cielo mientras la ladera se empina cuesta abajo sin remedio.

No puedo hacer nada ahora. Esperar. Si tuviera fe, inventaría cualquier plegaria, iluminaría los altares con cientos de velas o imploraría un milagro. Sin embargo, sé a ciencia cierta que todo eso nunca me ocurrirá. No a mí. Nunca.

Así que espero, sin esperanza ninguna. Me siento y veo correr el tiempo con su fría monotonía. A veces cierro los ojos y creo ver tu rostro de nuevo, sonriéndome, como hace unos días, como hace una eternidad. Y espero.