domingo, 9 de agosto de 2009

XXII

Recuerdo, repentinamente, con la sorpresa de las cosas que suceden porque sí, con el sobresalto del trueno, un verano de mi infancia y un paseo en seiscientos. El abuelo había bajado la capota de lona, algo que hacía muy raras veces, y, detrás, de pie sobre el asiento de un rojo intenso y cálido, íbamos cuatro niños, las cabezas asomando tímidamente, felices de recibir en nuestras caras, risueñas de alegría y de nervios, la brisa que nos despeinaba.

Recuerdo que me sentía, en parte, como un rebelde o un delincuente, aún siendo consciente, ahora, desde el instante presente, de lo limitado e inexacto de mi conocimiento entonces de la rebeldía o la delincuencia. Pero era consciente de estar haciendo algo excepcional, prohibido en algún sitio, y ello añadía un punto de emoción a una experiencia ya de por sí maravillosa.

Ahora, al intentar revivir esos instantes, que en mi memoria no duran más que una veintena de metros y unas pocas risas al viento, como si ese instante compartiera la naturaleza de la niebla del río, se me dibuja una mañana de verano, julio tal vez, soleada y calurosa, extrañamente cálida, y unos árboles, a mi derecha, altos y de un intenso color verde, sin sombra, alineándose paralelos al cauce del río, invisible desde la carretera, y más allá una casa solitaria, blanca y roja, como de dibujo de un niño, y la recta delante de nosotros, interminable, mientras el coche avanza sin avanzar y la brisa, fresca, casi como un chorro de agua, repentina y alegre como el tañer de las campanas.

Ahora me parece todo ello irreal y lejano. El coche ha desaparecido, chatarra y óxido, sin una despedida conveniente. El abuelo ha fallecido con el olvido y la locura alejándolo de todo aquello que le era suyo, en un viaje solitario y desnudo, carente de motivo y de identidad. Acá nos quedamos el resto, mirándolo partir con la sensación de quién se pierde en un laberinto.

XXI

La pequeña ventana arranca al sol extraños colores que parecen correr por el suelo de madera como luciérnagas ingrávidas y transparentes que intento tapar con mi dedo que, al instante, parece haberse impreso de colores y de luz. El salón está en silencio y yo lo lleno por entero. A lo lejos, al final del pasillo, desde la cocina, llegan a mí los ecos de voces apagadas y constantes como martillazos ligeros sobre una superficie acolchada. Monótonas, perennes, son como el sonido de una lluvia de palabras sobre un cristal invisible. Recuerdan a iglesia, a penitencia o a rosario.

Una brisa, delgada como un cuchillo, balancea a ratos la blanca cortina de enormes flores verdosas que parece agitada por una mano misteriosa como un abanico gigante. Es verano aún; no sé por cuanto tiempo, pues septiembre está al caer, con su ruido de hojas y el corretear de los zapatos negros sobre los charcos. Pero es agosto aún y parece, por momentos, que el tiempo se detuviera y me mirara, compasivo, como queriendo darme una tregua sabedor, naturalmente, que es él quién tiene siempre la última palabra.

En un papel dibujo torpes líneas verticales y horizontales, rápidas y diminutas. Salpico el espacio de nerviosos trazos que sólo en mi imaginación representan dos ejércitos enfrentados.

La brisa insiste de pronto con más ímpetu y la cortina me parece ahora una bandera que creciera y ondeara orgullosa hasta rozar la mesa contigua. Sobre ella, impasibles aún, dos retratos en sus marcos gemelos y plateados anuncian una mínima victoria de un pasado aún cercano frente al correr de las estaciones.

Sin querer, un trazo se me escapa del papel a la alfombra y entonces descubro una presencia inmensa que planea sobre toda la casa y tiene la voz seca y fuerte del abuelo. Siento el corazón saltando en el pecho con la vitalidad de un pez recién pescado y paso la mano sobre una invisible línea azul que imagino que brillará con luz propia, aunque misteriosamente permanece aún invisible, escondida entre las flores rojas y las verdes hojas de la alfombra. Y al instante olvido todo de nuevo y escucho el lento martilleo de las voces en la cocina, la leve fricción del viento en la cortina y un estruendo inocente en una hojita de papel.

sábado, 8 de agosto de 2009

XX

Estoy frente al mar mientras el sol camina hacia un horizonte de tiralíneas. El aire es frío. Es de invierno. Pero el sol de esta tarde de marzo es cálido, como una caricia. Me invita a quedarme. Estoy solo y dejo que los sentidos marquen el camino. La brisa, sigilosa, pasa de puntillas, rozándome la espalda con su mano helada. Aquí y allá escucho el trino de los pájaros silvestres y no los veo. Están ahí, como las nubes y como la espuma que se levanta sobre las rocas lejanas sin ruido, silenciosa como una señal secreta. Y la luz. La luz es única y al tiempo se va muriendo suavemente, casi sin querer despedirse del todo.

Comprendo de pronto que estoy viviendo un momento especial y me relaja la idea de ser consciente, en este instante, de la vida y del tiempo. He vivido otros atardeceres. Todos han sido únicos y se han ido. Cada día, cada hora, cada luz y cada sombra son en el instante en que nos rodean y pasan, despacito y sin ruido, de la retina a la memoria y al alma. Sin prisas.

No hay nadie más que yo viviendo este instante. Esta tarde es mía. Y es irrepetible. Solamente yo soy testigo de su belleza y de su caducidad inmediata. No existe sin mí. Y nunca más habrá otra semejante. Esta brisa y este calor, la nube que se extiende como un techo rechoncho entre el mar y el cielo, jamás se repetirán. Y yo soy testigo de este momento. Y son consciente de ello.

No lo fui entonces, hace años, cuando me cité con ella en el parque, sobre el mar. Aquel fue el primero de otros encuentros sin pasado y sin futuro. Era septiembre. El verano estaba dejando paso al otoño cálido y gris de suelos marrones y cielos de acero. Pero aún estaba ahí, contigo, dibujado en tu piel y en tu mirada. Yo miraba al frente porque apenas me atrevía a mirarte a los ojos y entonces, cuando dejaba de escrutar el más allá, me quedaba mirando tu nariz y tus labios y dejaba que me calaran tus palabras como la lluvia. Ya no recuerdo, sin embargo, apenas nada. Salvo tu tristeza repentina y el llanto. Hubiera podido sentirme feliz por ser la única persona en el mundo que vivía ese instante. Lo hubiera sido si lo hubiera sabido.

Tú nunca serías la misma. Ya no. Vendrían otros a escucharte y a mirarte a los ojos. Pero no estarías ya como en septiembre. Ni yo tampoco.

Todos los días son únicos. Y yo soy un malgastador de momentos. Paso de largo sin querer detenerme o sin saber hacerlo. Pero en ocasiones consigo pararme un momento, como esta tarde, y atrapar en mis manos el tiempo y beberlo sin prisa, a mi manera. Verlo desaparecer, después, es ya de una tristeza más pequeña. Inevitable.

Me consuela recoger ahora, tantos años después, los momentos en que te tuve conmigo y saber que entonces, por unos minutos, nadie más estuvo tan cerca del paraíso.