jueves, 19 de enero de 2017

XXXVII

Desde hace muchos años, tal vez desde siempre, sin ser del todo consciente, he buscado un lugar especial, que sintiera como mío; que al verlo, por vez primera, sintiera que yo le pertenecía, de alguna curiosa e íntima manera. Un lugar en el que asentar mi silla, mi copa y mi vida entera.

Creí encontrarlo hace años, en una carretera secundaria, camino a una playa olvidada. Al borde de una curva, un poco escondido, de manera que no debías ir muy rápido, o te lo perdías, había un pequeño bar de carretera con una bonita mesa de madera fuera, al aire libre, cubierta de una parra. Dos bancos de madera bordeaban los brazos más largos de la mesa. Al fresco de la sombra, al caer la tarde, cuando el calor del día comenzaba a ser un hermoso recuerdo, fugaz y melancólico, tomaría una cerveza mirando las alargadas sombras que el sol poniente dejaría en la carretera, de árboles, ramas y flores. Ese lugar se ha perdido, como tantas cosas de mi juventud, cuando era más libre, más torpe y mucho más infeliz.

Desde entonces, sigo en busca de ese lugar, perfecto y secreto, donde pudiera acudir en busca de su compañía y su consuelo, al abrigo del aire frío del invierno que desde hace muchos años hiela mis huesos. Allí no habría estaciones, ni lluvias, ni soledades. Solo una cabaña. Sería como regresar a tu casa de la infancia, tras un viaje de muchos años, y sentarte al borde de tu cama, con tus viejos libros mudos y polvorientos, y algunas fotos, y los juguetes, durmiendo bajo el colchón, y ese aroma tan cercano, perdido hace siglos, pero que aún llevas tan adentro como tus mismos deseos.

Tendría que ser un lugar con árboles altos y flores, cercado por cantos de pájaros y bañado de un sol cálido pero discreto, como esa caricia que rompe las sombras y te deja las manos regadas de sueños. Un lugar al borde de un camino abandonado, donde solo tus pisadas pudieran seguirte de nuevo. Y debería oler a madera fresca, para recordarme al olmo, y a sal, para traerme el recuerdo del océano de nuevo, en lejanas oleadas de imágenes de un pueblo abrazado al mar, en una hermosa ría del norte.

Me sentaría allí, cada día, a contemplar cómo se muere la tarde, en silencio, con la quietud de un reloj de arena, con la paz de un templo. Cálido el abrazo del sol en la piel, la mirada perdida, la mente lúcida y los recuerdos cayendo sobre mis mejillas, de uno en uno, para no perderme ningún secreto, ningún temblor, ningún lamento.