domingo, 2 de diciembre de 2007

II

Mi calle es apenas un callejón estrecho y triste, olvidado del sol. En perpetua penumbra, sombría, es una calle de invierno, de lluvia, de sombras y ecos de pasos cargados de prisa, ajenos, de gente que la transita como huyendo. Nadie pasea por esta calle. Las casas son antiguas, pequeñas, de otra época. Es como si la ciudad hubiera crecido dándole la espalda. Porque mi calle de nada puede sentirse orgullosa. Y, sin embargo, tiene su vida propia. El dueño del bar, siempre en la puerta, conocedor de todo cuanto pasa y espía inocente de cuanto pudiera pasar, anfitrión de los habituales clientes, cada uno apegado a su hora, a su vino y a su discurso. ¡Y que nada cambie!, pues los cambios vienen siempre de la mano de enfermedades y lutos.

Al lado de casa hay una tienda de animales. Es lo más vivo de este rincón casi privado. Desde el salón escucho, a menudo, los gritos desacompasados de un enorme loro colorido y extrañamente fuera de lugar. Cualquier cosa menos ese pobre loro de aspecto cansado. Todos los loros me parecen viejos. También hay dos cachorros negros, diminutos y juguetones. Pasan los días, pequeños ovillos de azabache, entre el sueño y el juego. Como los niños. Cualquiera puede ganarse su cariño, cualquiera les vale para ofrecerle sus caricias. Así es la infancia, cualquier infancia: tierna, generosa e inocente.

Rara es la vez que paso y no encuentro algún chiquillo pegado a los cristales. Los niños disfrutan con algo tan vivo, tan gracioso y tan frágil como ellos mismos. Están frente a un igual. Los padres, con prisas, han de luchar invariablemente para arrancar a los pequeños de esa ensoñación.

Yo, algo avergonzado, no sé bien porqué, sigo de largo hasta el portal. Giro la llave y lanzo una última mirada al niño que fascinado contempla un tesoro. No puedo evitar subir en el ascensor con la sensación de la mano de la muerte sobre mi alma.