domingo, 28 de agosto de 2011

XXIX

Bajo hacia Castilla desde las montañas de Cantabria. Atrás queda Reinosa, entre sus nubes y sus verdes campos cercados por lomas redondeadas y suaves que, de alguna extraña manera, me hacen pensar en bebés. Reinosa se parece al paraiso, como si no perteneciera a este mundo, aislada en sus montañas.

Ante mí, campos amarillos hasta el horizonte y el silencio de los campos, la soledad de los campos. ¿Estoy contemplando los campos de Palencia o acaso a mi alma que se extiende solitaria y sombría hasta el horizonte? Amo las tierras de Castilla, sus horizontes inmensos e inalcanzables. Amo esa sobriedad, esa monotonía infinita. Tal vez porque me siento como esas tierras, solitario, vacío, silencioso y abandonado; y también porque de pronto, a veces, divisamos un árbol como perdido en medio de una soledad perenne y me recuerda también a mí, a aquellas veces en las que encuentro en mi soledad y en mi silencio alguna nota alegre rompiendo la monotonía.

Veo la carretera que dejo detrás de mí, exactamente igual que la que se extiende delante del coche, y sigo terco hacia mi destino, hacia mi casa, hacia mi vida de cada día. Y una pena sombría, que ha ido trepándome en silencio, se ha encaramado por fin en lo más alto y me deja una mirada sombría y una pequeña angustia permanentemente asida a mi cuello. Lo que había comenzado, tres días atrás, como un viaje esperanzador, se ha vuelto un pequeño dolor, una espina, que no consigo arrancar.

Quizá debería comenzarlo todo una semana atrás, cuando el viaje tomó forma y se confirmó como un oasis delicioso y breve, pero intenso, donde apaciguar mi sed. Quizá debería recordarme metiendo en la mochila, a la par que unas escasas pertenencias, un sinfín de ilusiones. O, sin irme tan lejos, revivir las primeras curvas de la carretera, las primeras notas de música, las primeras horas de mi viaje al norte.

De alguna manera, intrínsecamente, no era un viaje más. Era un regreso al pasado. Una vuelta a los primeros encuentros. Aquellos encuentros llenos de futuro, de incertidumbre, de preguntas flotando en el aire que no deseaba ni alcanzar con la yema de mis dedos. Poco a poco, el paisaje se fue definiendo, lentamente. Y el espacio. Las noches de confidencias, los días de espera. Fue como volver a tener compañía, fue dejar de caminar solo.

No obstante, por mi experiencia pasada, por mis desilusiones, debería haberlo previsto. ¡Torpe de mí! No alcancé a adivinar lo que tenía que pasar. Quizá porque no hubiera debido pasar, porque esta vez todo era diferente, tranquilo y calmo y me reconfortaba en la repetición y en los silencios; en las miradas simétricas y los pasos lentos.

Pero llegó una noche vacía, de ausencia. Y luego llegó otra y una más. Sin fuerzas ni esperanzas, dejé correr el agua bajo el puente y me preparé para otra travesía solitaria, una más, quizá la más larga y la más triste. Mía y absoluta.

Y entonces, apareció este viaje, dibujándose confuso e incierto. ¿Uno más? No, tal vez no. Quizá una vuelta al pasado. Quizá todos los silencios habían terminado. Así me lo planteé. Así cogí el coche y me fui, carretera arriba, con un saco de ilusiones.

La vida, entonces, vemos que no se planifica. La vida corre junto a nosotros e intentamos seguirla mientras podemos. La vida huye y juguetea y es insensible a nuestros ruegos. Las ilusiones a un lado y la vida que pasa veloz.

Poco a poco, el paisaje va cambiando, como sin querer, como pidiendo disculpas. A la derecha, muy lejos y a la vez extrañamente cercanas, las montañas que marcaron una frontera, orgullosas y tercas. A mi izquierda, llanos salpicados de árboles y pueblos recostados al sol, en una siesta casi perpetua.

Adivino las suaves montañas que vendrán luego y que se confunden a lo lejos con las nubes. Galicia. La anuncia el verde y la nube. Conozco el camino. Conozco el destino.

XXVIII

A menudo me dejo llevar y viajo. Veo los campos acariciados por la luz mortecina de la última hora de la tarde, con ese sol que de tibio es ya frío y huelo el viento que surca el espacio y me trae aromas y recuerdos, fundidos en una sola esencia.

A menudo me dejo llevar y viajo. Y entonces, encerrado en mis cuatro paredes, con ese libro y el coche amarillo, o el jinete, me marcho allá lejos, a unos campos que ya no puedo ver pero que invento y a un tiempo que intento redescubrir en los juegos de unas niñas de ojos negros que me miran a veces con asombro y otras muchas con un cariño que apenas siento que merezco.

A menudo me dejo llevar y viajo. Cabalgo de nueva sobre la BH verde que tantas alegrías me dio antaño. Y el camino polvoriento y marrón se extiende de nuevo bordeando la muralla y, detrás, los cipreses, severos como profesores adustos, silenciosos y observándome desde su altiva soledad. Tristes como lamentos callados. Solos, sin un aroma que les alegre en las tardes de agosto.

A menudo los viajes tienen un efecto devastador. Vas a una ciudad y paseas por sus calles como un turista más o, peor aún, como un ser sin sombra. No reconoces ningún lugar, ninguna cara y, algunas veces, no reconoces ni las palabras. Entonces intento hacer lo que he ido a hacer. Lleno mi tiempo ocupando espacios y guardándolos como si cogiera mariposas de colores. Me agoto subiendo escaleras, bajando por calles estrechas o por avenidas interminables en pos de pequeñas metas que no me dan medallas. Pero siempre, siempre, termino por sentarme en algún parque, tal vez al atardecer, y sé que está pronta la visita que tanto he temido y que nunca deja de estar y de ser en mí.

A menudo en los viajes me asalta la desolación del abandono. No es la tristeza, que se puede espantar con una sonrisa. No es el cansancio, que un buen colchón remedia. Es la sensación de haber sido desembarcado en medio de un océano infinito, en el vacío azul donde nadie puede oír tus lamentos. Es ahí cuando asistes impertérrito a tu precisa dimensión, cuando contemplas tu reflejo y te reconoces en toda tu desnudez.

De ambos viajes, prefiero siempre los primeros. Son como viejos amigos. Están a mi alcance y me dejan siempre una leve sonrisa en los labios, al punto que un punto de nostalgia que me reconforta de una manera íntima, como un sabor casi olvidado que recuperásemos de pronto.

Los segundos viajes los odio y, sin embargo, pienso que los necesito. En parte me alejan hacia otros universos que me distraen y me retan. En parte me resultan útiles, en especial cuando se han terminado. Y como los odio, tienen el efecto de demostrarme que aún estoy vivo.

XXVII

Hoy he pasado por el puente, junto a la casa grande al borde de la ría. La han pintado y está más hermosa, como una mujer recién maquillada o vestida de gala. Supongo que la habrán comprado ya.

No me he parado. Solamente la he visto, asomándose detrás de los pinos, como la vimos aquella vez, la primera, cuando apenas se la veía, abandonada y triste, gris como el cielo en invierno. Fuiste tú, en realidad, la que se fijó y te quedaste fascinada al instante: la soledad en que se encontraba, la cercanía de esa agua adormecida, casi como de lago, y el cerco de árboles que la convertían en una extraña isla dentro del bosque.

Un día te animaste a visitarla y llegaste a casa contenta pues la casa estaba a la venta. Aún estando fuera de nuestras posibilidades, hacías planes para arreglarla y dejarla habitable y aseada como si fuera nueva. Los planes flotaban en el aire del salón imbuidos de una alegría contagiosa y se diría que se peleaban los unos con los otros para ver cual llamaba más nuestra atención. Yo intentaba mantenerme al margen, dejándolos jugar a su antojo como niños traviesos, pues temo implicarme en quimeras que después, al quedarse en su limbo, terminan por herirme de alguna u otra manera. Así que te escuchaba y te veía pelearte con los proyectos como un invitado de piedra y se me aparecía la casa, brevemente, toda engalanada, recibiéndonos como una tierra prometida.

Habría habitaciones de sobra, imaginabas, para poder dilapidar espacios y ambientes a nuestro antojo, sin más límites que nuestros deseos o nuestros caprichos: una sala de juegos para las hijas, otra para la música, una más para leer o para pensar, una para ver películas, ...

A partir de esa tarde, cada vez que pasábamos por el puente y divisábamos la casa, recobraban de nuevo el vuelo los planes y parecía que ya la casa nos pertenecía o, quizá, que nosotros le pertenecíamos un poco a ella. Luego, como suele suceder en estos casos, se fue perdiendo la alegría y la sorpresa de verla y nos acostumbramos en cierto modo a pasar por el puente y mirarla con el rabillo del ojo y los sueños que habíamos tenido apenas flotaban ahora ante nosotros un par de segundos, desapareciendo al instante con la llegada de la rutina y las prisas.

Pero, de alguna manera, mientras la casa seguía siendo una sombra gris meciéndose entre los árboles nos pertenecía aún en cierto modo.

Pero hoy estaba pintada de rojo y blanco, reluciente, y se reflejaba en el agua como una chiquilla presumida, orgullosa de su nueva apariencia. El sueño de tenerla se había esfumado ya hace unos años, cuando tu y yo seguimos caminos diferentes. Pero la casa era, aún, un extraño vínculo que me aferraba a otra época menos oscura y menos triste, como cuando uno contempla un álbum de fotos antiguo y se regocija con la visión de un pasado diáfano y alegre.

Dejé pues, con cierta tristeza en el alma, la casa atrás y sentí que ya no era la misma; se había quedado, la nuestra, en algún rincón lejano y lo que veía ahora no era nada mío. Ni yo la reconocía ni ella me hubiera reconocido.

sábado, 27 de agosto de 2011

XXVI

Llueve. Estoy en casa y llueve.

Ha comenzado la lluvia ligera, casi se diría vapor de agua y la brisa jugaba con las gotas diminutas como un prestidigitador invisible y relucían éstas como diminutas pompas de jabón irisadas. Algunas personas apuraban el paso y me divertía viéndolas subir o bajar la calle, algo más apresuradas que de costumbre, mirando al cielo con recelo y dejando atrás cualquier pensamiento para ocuparse en intentar adivinar si la lluvia arreciaría o no, duraría hasta la noche o no, mojaría las ropas tendidas a secar o no.

Y el agua ha crecido y se ha vuelto ruidosa y pesada. Rebotando contra los coches, creando incipientes charcos, corriendo por los tejados en pequeños ríos alegres. La gente ahora corre, escapa, se refugia y gruñe y los veo como pequeñas hormigas sin sendero, extraviadas, oscuras como el día. Casi triste es este instante en que la luz se debilita como una llama agitada por el viento. Caen las sombras como cae la lluvia y todo se va volviendo una ilusión, sin contornos, sin sombra, sin nada más que agua y rumor de agua.

La tarde se ha vuelto oscura como una noche temprana y el agua cae con furia ahora, barriendo las calles de gentes, de animales, de hojas. Las tejas brillan bajo la lluvia que las lame como un fuego transparente y las convierte en bronces relucientes. Bajan ríos revueltos por las aceras que se reúnen con otros y crecen como los vientres.

El agua, incolora, se ha vuelto de acero en oleadas sucesivas como cortinas agitadas por el viento y suena nerviosa al rebotar contra el suelo como puntas de acero caídas del cielo.

La oscuridad se cierne y crece y parece querer devorarlo todo: casas, árboles, calles y autos. Hasta el cielo ya no es más que agua. Y el mundo se ha encogido y parece diminuto, como si la sombra que desciende como un cuervo con las alas abiertas lo fuera engullendo sin remedio.

Desde mi ventana apenas veo ya nada. Solamente el sonido crece, al tiempo que la vista se vuelve innecesaria. Como un trueno constante se escucha el agua en su terquedad martilleante, como una voz ronca gritando en medio de la nada.

Es como si el pueblo, el mundo tal vez, se hubieran desvanecido, hubieran sido arrastrados por la lluvia hacia el mar y solo permaneciera yo, como un timonel anclado a su puesto, como testigo atónito de una terrible belleza.

Nada existe por un instante, que parece dilatarse como el paso del caracol, más que las tinieblas, el ruido y el agua.

Y miro a través de la ventana, aunque en realidad mis ojos se han vuelto y están volcados en otras simas, en realidades imaginadas unas y muertas otras. Los fantasmas desfilan en silencio y los saludo con respeto. La tarde se escabulle en remolinos densos y ahí me dejo llevar y sueño.

XXV

Toda la vida buscando y nunca se termina nada... y si te paras sabes que estás perdido. Pero a veces buscas en la dirección equivocada y lo que deseas mata y a veces es ya tarde y se tejen las redes tan fuertemente que no ves la luz... ni la presientes. Y tus palabras son tu tumba y todas las canciones se agolpan como demonios sedientos.

Y eso le pasó a aquel muchacho que creció con el corazón latiendo descompasadamente.

"The boy's got a heart
But it beats on the opposite side"

Todo parecía ya escrito y él solamente recorría el camino con el automatismo de un corazón de acero, engranado y discreto. Y cualquier sueño era medido por el compás de tres por cuatro.

Detente.

Así siempre, siempre igual. Y bebía el agua y comía del plato sin reconocer el hambre o los huesos y nadie lo conocía porque todo era oscuridad más allá de lo razonable; y era la sombra de la cueva y era el miedo absoluto que brota de pronto del confín de los recuerdos.

Pero nada es tal y como se piensa. Nadie escapa a sí mismo. No eternamente.

Y el roce de un aroma o un latido perdido, o la conciencia sin ciencia y sin paciencia, le van abriendo los ojos porque la poesía está flotando en el ambiente y el miedo no es más que una parte más de la noche que ya no teme visitar. Y asume su imperfección como una liberación. Está vivo al menos y se ve en esas gotas que riegan el camino que deja a sus espaldas.

Todo camino es movimiento. Aunque te pares... no dejas de correr. Y lo has comprendido, tarde, pero al final de todo estás ahí. Y las manos y las sombras y el universo entero en una gota.

Te liberas de las sábanas y de las conchas cerradas y llegas a comprender la belleza de un adiós dicho en su justo momento. Y perdonas a quién odiabas porque la vida es un suspiro y algo absurdo si lo piensas... Y avanzas.

Ahora solo falta la locura y estarás completo. Y descubrirás lo que nadie más ha descubierto. Entonces serás. Y no querrás llegar a nada ni alcanzar cimas. Porque la vida está en esa charca y unos ojos pueden encerrar la historia entera, pero has de estar atento y conservar la energía. Y has de ser un loco sin miedo.

"The boy's got a heart
But it beats on the opposite side"

Todo es absurdo si lo miras bien. No hay metas realmente, nada que valga la pena más allá de ser en el instante preciso lo que debes ser. Solo tú dependes de ti. Así ha sido siempre aunque no lo supieras.

Y no puedes ser un predicador, ¡jamás!. Limítate a regar las flores y aspira el aroma que dura un segundo tal vez.

Enamórate ahora. Y mañana. Amor sin promesas, amor sin prisas ni metas. Nadie es dueño de los sueños. Nadie comprende el mecanismo de los vientos.

Uno, dos y tres y empieza otra vez.

viernes, 26 de agosto de 2011

XXIV

A veces las palabras se esconden y al igual que si de un juego se tratara hemos de ir tras ellas, algunas veces a húmedos rincones oscuros donde apenas hay aire. No siempre es así, no siempre.

Por lo general, ellas son las que me asaltan, sin horarios, como los recién nacidos. Y me entran las prisas para atraparlas a todas al vuelo, como si cazara mariposas con red.

Pero al igual que el cuerpo se cansa y reposa y es ajeno, mientras duerme, a todo cuanto sucede, creo que al alma algo parecido le acontece y en ocasiones se queda quieta, casi como si posara para una foto, y parece que nada de cuanto ocurre a su alrededor le afectase. En esos momentos, no demasiado frecuentes, siento como si me faltara algo, al igual que si nos vestimos elegantemente y tenemos la sensación de haber olvidado algo importante de nuestra indumentaria, pero lo inhabitual de la ocasión nos impide apreciar de qué se trata.

En esas situaciones solía inquietarme antaño. Casi llegaba al enojo con mi alma, incapaz como era de comprender esa caprichosa actitud y mucho menos de remediarla. Pero la experiencia (o los años dirán algunos) ha ido poniendo ciertas cosas en su sitio y aunque sigo padeciendo de impaciencia al menos he aprendido a que todo sigue su propio ritmo y que éste es así a pesar de nosotros mismos, lo cual no deja de estar bien y hasta es imprescindible que así sea.

Así pues, cuando mi alma escoge esa pose como de fotografía antigua y se aletarga, como si dijéramos, dejándome como medio cojo, adopto la única actitud que se puede adoptar en tales momentos: la indiferencia. Si toca un período de reposo, y ya que éste en su duración no dependerá para nada de mis deseos o necesidades, al menos intento aprovechar las ventajas que me aporta, que son una cierta tranquilidad de espíritu y mucho tiempo libre para pensar en tonterías.

No sé exactamente a qué viene todo esto. No parece muy pertinente cuanto estoy escribiendo. Si pienso en algo a propósito de lo que estoy haciendo, me viene a la cabeza un fontanero intentando taponar una vía de agua. Supongo que los domingos grises es lo que tienen: te empujan a ocupar tu tiempo de alguna manera que consideres decente.

Y en realidad lo que yo quería inicialmente era dejaros un poema y se me ha ido casi el santo al cielo. Ya no sé si debo o no debo. Pero ahí lo dejo, puesto que para ello venía y esa era mi intención primera y porque refleja, de alguna manera, lo que con tanto esfuerzo he dejado aquí escrito.


De todo y de nada escribo,
en hojas sueltas,
en suspiros.
Algunas veces encuentro tu belleza
y otras dolor
por no desvelar tu rostro
que se confunde con las nieblas.
Y se arrastran las palabras,
diminutas como monedas,
hasta que las pierdo,
todas,
en un ovillo de silencios
y en el devenir eterno de las horas.

jueves, 25 de agosto de 2011

XXIII

Me voy perdiendo en el tiempo, en las distancias, en las sombras que dejan tras de sí aquellos que me han amado. Me van cortando amarras y las pocas que quedan apenas me retienen a mi tierra y siento ya la marea con más fuerza tirando de mí hacia la soledad de una última travesía, desasistido de afectos, desprovisto de los recuerdos que me regalaban, como el riego a la tierra árida.

Nada es eterno y nos pasamos la vida peleando contra esta evidencia. Algunos no se resignan y se inventan paraísos más allá de toda lógica y se aferran a ellos como náufragos a un madero. Quisiera poseer esa fe fantástica y vivir en medio de ese sueño absurdo. Pero no puedo. O tal vez no quiera engañarme hasta ese punto.

Ella, que no pisó una iglesia en cuarenta años, se retiraba a su cuarto y en medio del silencio de la noche la oía rezar con una determinación sobrecogedora. Algo la empujaba a ese conjuro susurrado para sus adentros que buscaba en el eco de las paredes una presencia que se apiadara de sus pecados.

Pero ahora ya se olvidó de todas las oraciones. Y hasta de Dios y del pecado (bendito olvido). Se olvidó hasta de su difunto esposo, de su hija, de sus nietos, de la ciudad donde había vivido durante más de 90 años... Y con cada olvido su alma se hacía más pequeña, privada de todo alimento. Y su mirada se convirtió en algo vidrioso, lejano y vago... reflejo imperfecto del vacío de su mente, del desierto que había dejado en ella la muerte de sus recuerdos.

"Conserva tus recuerdos, es todo lo que te queda", decía Paul. Sin ellos somos viajeros de las sombras y estamos a la deriva.

Ella, sin recuerdos, ya no es nadie.

Cuando la veo, ahí sentada, con la mirada viajera, arrugada pero fuerte, y me observa con cierto esfuerzo y me saluda como quién recibe una visita inesperada de un completo desconocido, me doy cuenta que ya no es lo que fue para mí y yo no soy más que una confusa sombra, un mosaico de personas y de tiempos sin más unión que el mero azar o el capricho de una mente enferma. Está en su remoto reino y allí ya no hay cabida para nadie más.
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Han pasado los días, para ella iguales a sí mismos, como una lenta sucesión de segundos dormidos. Se han ido las fuerzas y se han ido los lamentos. Tan solo el vidrioso preguntar de una mirada sin destino. Ha venido la fiebre y luego el sueño y detrás de éste, la calma.
Imagino un silencio de convento y el aire quieto, pesado y cálido. Se ha caído la noche sobre su remoto reino.

Eres la sombra que se ha posado sobre todas las cosas.
Eres la madera y el olor de la madera.
En un silencio oscuro se ha quedado el alma.
Y el recuerdo picotea furioso entre las sombras del tiempo.
Eres la tierra y el olor de la tierra.
Y me has llenado la boca de tierra. Y el corazón.
Eres la que todo empequeñece.
Lo conviertes todo, absolutamente, en el átomo.
Y luego, en la nada. Absolutamente.
Eres la que me arranca y la que me pierde.
La que borra el paisaje y los horizontes y termina el viaje.
Eres la sombra que se ha posado en mi hombro
y que se ha apropiado de todo.
Y el tiempo ya no volverá a correr como antes lo hacía.

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Hoy, algo más de treinta días después, su gato también se marchó. Espero que ambos sigan con sus tonterías en algún lugar. Sé que es solo una esperanza o una quimera, mas así los recordaré.