lunes, 16 de mayo de 2016

XXX

A veces la vida nos sorprende de un modo inesperado, como un fantasma en tus sueños infantiles. Y comprendemos que no hay nada escrito, que todo es imprevisible y algunas veces, mágico.

Y la vida, por sorpresa, me ha hecho un regalo que sin duda no merezco. Pero aquí está, llamando a mi puerta con la alegría de mil primaveras, derrochando sonrisas sin medida, abriendo las puertas de par en par al sol y a la brisa y al canto de los pájaros.

A menudo, muy a menudo, no he sabido valorar el instante, lo vivido en un momento concreto, preso como estaba del pasado, bebiendo de él para saciar una extraña necesidad de recuerdos. Así, de un modo un tanto estúpido, dejé pasar por mi lado a personas maravillosas; muchas de ellas me apreciaban, algunas otras, pocas, me amaron. Y no logré valorar del todo lo que se me iba marchando con cada adiós.

Pero si hay una persona en especial a la que no valoré en su justa medida; si cometí una equivocación mayúscula en mi vida, fue con ella (contigo). Tú me ofreciste todo cuánto se puede desear, la felicidad del universo en una mirada, la dulzura de tus besos, la magia de tus abrazos. Llenaste mis manos hasta colmarlas, y con ellas mi alma. Y no supe valorarlo mientras lo tuve, como un necio que deja escapar todos los aromas dulces sin saber que ya no habrá más. Entonces, todo se perdió: la alegría, los secretos, la vida misma y las promesas; se perdieron como huellas en la arena barrida por el viento. Llegó el exilio, la distancia y un invierno cruel y duro que lo barrió todo: hojas, aromas y secretos.

Y entonces, como un inconsciente o un idiota, malgasté mis energías soñando con imposibles, dibujando cometas en el cielo que se desvanecían con la primera brisa. Huí, sin un camino escrito ni ninguna meta. Solo corría, en todas direcciones, mientras me perseguía, incómoda, una sombra.

Y me agoté. De repente, sin previo aviso. Dejé de mirar los campos y de aspirar el otoño. Dejé los caminos de tierra, las aves y las flores. Cerré una puerta y se apagó la luz. Entonces, me adapté a las tinieblas, y me movía en ellas con la agilidad de un topo. Y a todo aquello creí poder darle un nombre.

Hasta que llegó una mañana y ella llamó a mi puerta. Y aquella gruta húmeda y silenciosa se rebeló estrecha. Se abrieron los postigos, cayeron las pesadas cortinas y, a la luz, todo me pareció pequeño, miserable e inútil. Bastaron unas pocas palabras y una sonrisa, fue suficiente la luz de una mirada y el calor de unas manos menudas en las mías y comprendí, aterrado, cuánto habían cavado mis brazos.

Y así se explicaron de pronto mis ilusiones quiméricas, mis sueños y mis promesas falsas. Descubrí la razón del sinsentido,  o que no se puede reemplazar el sol por un dibujo amarillo, y que cuando has entregado tu alma, ya no hay vuelta atrás posible.

Tarde me llegan esas certidumbres. Porque es tarde ya para volver a sentarme a su lado, para mirar juntos el mismo sol y saborear la misma brisa. Tarde para amarla en silencio y empaparme de su risa y de todas sus pequeñas locuras, frescas como un torrente helado, que me bañaron entonces, hace mil años.

No sé si esta verdad compensará tantos segundos perdidos. Algo me alivia, sí. Sin embargo, ¡cuánto daría por cambiarlo todo! Desharía sus lazos invisibles, y la rodearía con mis brazos. Sería la tarde, la calidez del hogar y la amiga perfecta. Sería la amante dulce y la palabra precisa. Y ya no sentiría nunca más esta fría compañía, impuesta e inoportuna, que se ha convertido en la reina de los pasillos y de mis noches.

Hay un camino que sube la colina, entre montes redondos, casi desnudos, y sembrado de flores violetas en verano. Algunas veces he recorrido ese camino, hasta la cima, desde donde contemplaba el mundo, con una belleza que casi quemaba. Allí, en lo alto, se ve el paraíso.