domingo, 23 de octubre de 2016

XXXVI

Hay un hombre asomado a una ventana. Mira pasar los coches que desfilan junto a su casa. Fuma un cigarrillo y expulsa el humo con desgana. Cruzo delante de su ventana y me observa, despacio, con cierta curiosidad. Giro y me alejo y por el retrovisor lo espío. Se ha vuelto hacia la carretera que baja serpenteando de la montaña, en busca de un nuevo viajero. Me ha olvidado ya. Ese hombre vive pequeñas historias de un segundo apenas y luego las olvida. ¡Si me fuera posible esa levedad! ¡Si el dolor de los recuerdos fuera de tan solo un segundo!

Y sin embargo... ¡no quiero olvidar! ¿Quién sería entonces? Soy aquello que recuerdo. Me han construido millones de pequeños momentos únicos que he ido atesorando, casi con usura, porque los necesito junto a mí. Son mi esencia y, aún más, son mi única compañía ahora. Algunos me acompañan siempre, como una sombra constante; otros aparecen de pronto, como cuando abres un cajón olvidado y te asalta la sorpresa, como una nota de música inconfundible y dulce, como un aroma imperecedero. Todos me pertenecen o, quizá, yo a ellos.

Me decías en primavera que pasara página, que olvidara, que buscara la felicidad más allá de tu mirada. Sabes que no puedo. No sería entonces quien soy y, por consiguiente, nada de lo que vivimos juntos hubiera existido realmente. Déjame seguir con mis caprichos, deja que riegue las plantas y vuelva todas las noches la mirada hacia el norte. Que el tiempo siga labrando su obra en silencio.

Al caer la noche, el hombre cerrará la ventana. No ha sucedido nada especial en esa tarde. Tan solo el habitual desfile de coches, sin nombre, sin rostro, como pequeñas gotas de agua en una tarde de otoño, todas iguales. Ha terminado el día. Otro día. Mañana volverá a amanecer. Todo será lo mismo mañana... y, sin embargo, nada será ya igual.