viernes, 15 de julio de 2016

XXXIV

A veces entras en un estado indefinido y extraño. No es tristeza, tampoco lo llamaría depresión. Es diferente. Íntimo. Peculiar. Al menos, creo que no es algo que se pueda identificar con un par de adjetivos al uso. Yo lo reconozco enseguida, pues es un visitante que siempre vuelve, con terca regularidad. Algunas veces se queda un tiempo a mi lado, como si necesitara descansar de un viaje más largo. Sin pedir permiso. Otras veces, apenas llega cuando lo ves ya de nuevo con el equipaje preparado para partir a sus mundos remotos. No sé por cuánto tiempo ha venido esta vez. No me atrevo tampoco a preguntarle. Pero reconozco que no estoy con ánimos para convertirme en un buen anfitrión. Lo he recibido pues con frialdad, a pesar de que curiosamente le tengo algo de cariño; será por conocernos desde hace mucho tiempo, tanto que ya no podría recordar su primera visita… o quizá sí y entonces aún no le había puesto cara, ni nombre. Aún ahora su nombre se me escapa y con ello su dibujo sigue siendo algo impreciso. Nunca fui un buen dibujante.

Sea como fuere, ha venido. En silencio, sin ruido, como un ladrón, dispuesto a robarme todo cuanto necesita para existir. Pequeño parásito gris. Y los días se han vuelto oscuros, lentos, tristes y rutinarios. Nada es realmente importante, nada te alcanza. Estás de pie, solitario y en silencio, viendo pasar la vida sin que le pertenezcas. Hagas lo que hagas, eres tú y nadie más. Y ninguna persona, amiga o desconocida, es capaz de penetrar en tu extraña isla. Pareces entonces un farero, vigía solitario enfrentado al oleaje furioso, en medio del océano, altivo, frágil y solitario. 

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