lunes, 6 de junio de 2016

XXXI

Es la hora negra. Ha llegado de imprevisto, es así. De repente, toda la felicidad acumulada se ha evaporado, como agua caliente, dejando tras de sí solamente un aroma cálido, familiar y efímero.

Miro a mi alrededor y veo caras conocidas que casi había logrado olvidar. Pero no, han vuelto. Y temo que definitivamente. Cuando tienes una pesadilla especialmente aterradora, siempre sabes que se repetirá. No puedes hacer nada para evitarlo. No hay conjuro posible. Nada.

Sin embargo, el verdadero dolor está más lejos esta vez. Sin quererlo, quien se acerca a mí termina pagando un precio que parece marcado por el destino. No es justo. Pero también, como la pesadilla, parece inevitable y se repite con cierta terquedad. 

Creía haber encontrado mi hogar, tras miles de años de búsqueda. Estaba ahí, al alcance de mis dedos. Lo sé porque lo toqué; me acogió entre sus paredes blancas y pude oír la música y sentí una paz desconocida corriendo por mis brazos como pequeñas lagartijas huidizas y húmedas. Todo estaba ahí, contigo. Mi casa, mi reposo y mi destino.

Sin embargo… esta vida no es sencilla. Todo viene a mí enredado y confuso y no logro nunca dar con la clave. Puedo elegir y siempre me equivoco. Será que soy así, de esa clase de personas que, por alguna razón, terminan siempre perdidas en cualquier bosque, mirando hacia arriba en busca del cielo mientras la ladera se empina cuesta abajo sin remedio.

No puedo hacer nada ahora. Esperar. Si tuviera fe, inventaría cualquier plegaria, iluminaría los altares con cientos de velas o imploraría un milagro. Sin embargo, sé a ciencia cierta que todo eso nunca me ocurrirá. No a mí. Nunca.

Así que espero, sin esperanza ninguna. Me siento y veo correr el tiempo con su fría monotonía. A veces cierro los ojos y creo ver tu rostro de nuevo, sonriéndome, como hace unos días, como hace una eternidad. Y espero. 

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